viernes, 9 de mayo de 2008

Aguafuerte del fusilamiento de Di Giovanni.

Las 5 menos 3. Rostros afanosos tras las rejas. Cinco menos 2. Rechina el cerrojo y la puerta de hierro se abre. Hombres que se precipitan como si corrieran a tomar el tranvía. Sombras que dan grandes saltos por los corredores iluminados. Ruidos de culatas. Más sombras que galopan.
Todos vamos en busca de Severino Di Giovanni para verlo morir.
Espacio de cielo azul. Adoquinado rústico. Prado verde. Una cómoda silla de comedor en medio del prado. Tropa. Máuseres. Lámparas cuya luz castiga la oscuridad. Un rectángulo. Parece un ring. El ring de la muerte. Un oficial.
«...de acuerdo a las disposiciones... por violación del bando... ley número...».
El oficial bajo la pantalla enlozada. Frente a él, una cabeza. Un rostro que parece embadurnado de aceite rojo. Unos ojos terribles y fijos, barnizados de fiebre. Negro círculo de cabezas.
Es Severino Di Giovanni. Mandíbula prominente. Frente huida hacia las sienes como las de las panteras. Labios finos y extraordinariamente rojos. Frente roja. Mejillas rojas. Pecho ribeteado por las solapas azules de la blusa. Los labios parecen llagas pulimentadas. Se entreabren lentamente y la lengua, más roja que un pimiento, lame los labios, los humedece. Ese cuerpo arde en temperatura. Paladea la muerte.
El oficial lee:
«... artículo número.. ley de estado de sitio... superior tribunal... visto... pásese al superior tribunal... de guerra, tropa y suboficiales...».
Di Giovanni mira el rostro del oficial. Proyecta sobre ese rostro la fuerza tremenda de su mirada y de la voluntad que lo mantiene sereno.
«... estando probado apercíbase al teniente... Rizzo Patrón, vocales... tenientes coroneles... bando... dése copia... foja número...».
Di Giovanni se humedece los labios, con la lengua. Escucha con atención, parece que analizara las cláusulas de un contrato cuyas estipulaciones son importantísimas. Mueve la cabeza con asentimiento, frente a la propiedad de los términos con que está redactada la sentencia.
«... Dése vista al Ministro de Guerra... sea fusilado... firmado, secretario...».
«–Quisiera pedirle perdón al teniente defensor...»
Una voz: «–No puede hablar. Llévenlo.»
El condenado camina como un pato. Los pies aherrojados con una barra de hierro a las esposas que amarran las manos. Atraviesa la franja del adoquinado rústico. Algunos espectadores se ríen. ¿Zonzera? ¿Nerviosidad? ¡Quién sabe!
El reo se sienta reposadamente en el banquillo. Apoya la espalda y saca pecho. Mira arriba. Lueso se inclina y parece, con las manos abandonadas en las rodillas abiertas, un hombre que cuida el fuego mientras se calienta el agua para tomar el mate.
Permanece así cuatro segundos. Un suboficial le cruza una soga al pecho, para que cuando los proyectiles lo maten no ruede por tierra. Di Giovanni gira la cabeza de derecha a izquierda y se deja amarrar.
Ha formado el blanco pelotón fusilero. El suboficial quiere vendar al condenado. Este gruita:
«–Venda no.»
Mira tiesamente a los ejecutores. Emana voluntad. Si sufre o no, es un secreto. Pero permanece así, tieso, orgulloso.
Surge una dificultad. El temor al rebote de las balas hace que se ordene a la tropa, perpendicular al pelotón fusilero, retirarse unos pasos.
Di Giovanni permanece recto, apoyada la espalda en el respaldar. Sobre su cabeza, en una franja de muralla gris, se mueven piernas de soldados. Saca pecho. ¿Será para recibir las balas?
«–Pelotón, firme. Apunten.»
La voz del reo estalla metálica, vibrante:
«–¡Viva la anarquía!»
«–¡Fuego!»
Resplandor subitáneo. Un cuerpo recio se ha convertido en una doblada lámina de papel. Las balas rompen la soga. El cuerpo cae de cabeza y queda en el pasto verde con las manos tocando las rodillas.
Fogonazo del tiro de gracia.
Las balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece sereno. Pálido. Los ojos entreabiertos. Un herrero martillea a los pies del cadáver. Quita los remaches del grillete y de la barra de hierro. Un médico lo observa. Certifica que el condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y con zapatos de baile, se retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice una mala palabra.
Veo cuatro muchachos, pálidos, como muertos y desfigurados, que se muerden los labios; son: Gauna, de "La Razón", Alvarez, de "Ultima Hora", Enrique González Tuñón, de "Crítica", y Gómez, de "El Mundo". Yo estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de la Penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara:
«–Está prohibido reírse.»
«–Está prohibido concurrir con zapatos de baile.»

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