domingo, 31 de mayo de 2015

Listas de domingo.

   Soy una persona ansiosa, muy. Y es sabido que el tiempo,- para gente como una- por la cantidad de cosas que pretendemos hacer con él, jamás alcanza. Por eso los domingos hago listas de todo lo que quisiera hacer o terminar. Como si el domingo fuera la antesala de una semana menos tumultuosa si sabemos aprovecharlo.
   Ahora, por ejemplo, tengo dos tiras de papel angosto al borde del escitorio. En la primera anoté: anteproyecto tesina, texto taller, devolución Dolo, edición make up, sumario. Y como si esto fuera poco, una segunda tira que dice: servilletas, papel higiénico, leches, fernet, gaseosas, bananas, queso crema light, enjuague de ropa, tapas de tarta, fósforos, huevos.
    Son las cuatro de la tarde y no taché aún ningún item de las listas. La derrota empieza a colarse por la ventana. Ya siento como el sol no es tan nítido y empieza a caer, sin pausa hasta llegar al ras de mi balcón. Hay una tarde en baja y una semana que se avecina, intensa y feroz. O puede que no, puede que mire al balcón y me dé cuenta que en realidad, si abro de par en par las cortinas, la tarde está ahí, impoluta y azul. Y que el tiempo transcurre a la velocidad de lo que hagamos.
Elijo la lista del súper y me sumerjo en la tarde. 

domingo, 3 de mayo de 2015

Alejandro.



   Es la primera vez que no me tomo vacaciones en enero. Siempre me voy a algún lado, unos días, un fin de semana, algo. Pero este año no.  Así que seguí con la rutina como si enero no fuera enero. Fui a trabajar y me organicé salidas al cine, meriendas y cenas con amigos. Mi propio plan de vacaciones en la ciudad.



   En esos días  también aproveché para ver a Alejandro, el hijo de mis ex jefes. Lo conozco desde que tiene cuatro años. Ahora es un pre-adolescente que tiene casi mi estatura.

   Mi hermana lo pasó buscar por su casa y los alcancé en Corrientes y Alem, cerca del Luna Park. Íbamos al “Museo del humor” que está ahí nomás en Puerto Madero. Caminamos cuadras larguísimas. El Museo está sobre la avenida de los Italianos, bien al fondo. Para cuando llegamos estaba casi por cerrar. No tenía ningún sentido entrar, así que emprendimos la retirada.

   Buscábamos una heladería por Puerto Madero y en el camino dimos con un edificio tremendo, el museo, “Colección de Arte, Amalia Lacroze de Fortabat”. Ale quiso entrar, quizás porque pensó que habría algún quiosco. Lo cierto es que apenas pusimos un pie, el aire acondicionado nos convenció de quedarnos.

   El edificio es imponente. Son cinco pisos de arte, argentino e internacional presentado con criterio  antojadizo. La colección bien podría llamarse, “todo lo que la familia Lacroze acumuló y ahora exhibe”. Hay retratos de la familia hechos por Berni y Andy Warhol. Al lado de instalaciones y collages de la nieta de Amalia Lacroze y otros jóvenes artistas plásticos. Ale no parecía muy entusiasmado,  pero cada tanto, cuando dábamos con algún collage o cuadro multicolor abstracto, decía, “este me gusta”.

   Cuando llegamos a la difunta correa de Berni, se quedó un rato mirándola, impresionado. Le conté la historia de la mujer y su hijito. Estaba sorprendido por el bebé que llevaba en sus brazos. Me preguntó si era de verdad. Supongo que pensó que estaba embalsamado o algo por el estilo. Le dije que era un muñeco, que Berni trabajaba con residuos y materiales de distintas texturas que se podían encontrar en la calle o en la basura. Le hablé de “Juanito Laguna”, me dijo que lo conocía, que en el cole habían hecho una muestra en el taller de arte y le habían contado quien era. Después le mostré obras de Soldi, Pettoruti y Xul Solar. Ninguna pareció interesarle demasiado. Antes de irnos compramos unas postales para que pegara en su cuarto.



   Fuimos por Córdoba hasta llegar a, “Galerías Pacífico”. Tomamos un helado y miramos  objetos de decoración en Morph. Varias veces intentó sutilmente convencerme de comprarle alguna cosa al grito de, “mirá esto, qué bueno”. No compramos nada. Caminamos hasta la parada del colectivo. Me preguntó que íbamos a cenar, “patitas de pollo con puré”, le dije.



   Cuando llegamos a casa, reconoció algunos de sus dibujos en la heladera, un regalo de cumpleaños que me había hecho y una foto de él, de más chico,  bastante escondida en la biblioteca.


   Cenamos. Armó su bolsa de dormir en el piso y me pidió que no apagara la luz, que la dejara prendida un rato. Conversamos en voz baja, él en el piso, yo en la cama. Le pregunté por sus amigos, la escuela y las vacaciones. En algún momento de la charla, dejó de contestarme. 
   Apagué la luz y me tapé con la sábana hasta el otro día.