domingo, 25 de noviembre de 2007

Capítulo 4: La Luna de miel: primera parte

I

Los días posteriores a nuestra primera discusión (la única hasta ese momento desde que habíamos empezado a planear nuestro viaje) pasaron sin pena ni gloria.
Clara se levantaba muy temprano, desayunaba, armaba su mochila y partía rumbo a la playa. Se quedaba allí hasta el medio día, después pasaba por la habitación, me despertaba y almorzábamos juntos. Por la tarde volvíamos a la bendita playa o hacíamos alguna excursión y por la noche o teníamos alguna fiesta del hotel, dándonos la bienvenida por enésima vez o resolvíamos de común acuerdo encerrarnos y coger hasta que no diéramos más o alguno de los dos se quedara dormido.

II
En el hotel éramos la parejita de recién casados, todo el mundo se dirigía con ternura a nosotros, nos daban consejos, nos preguntaban, nos hablaban. Quizás sea porque el promedio de esa quincena en el hotel eran de 40 pico para arriba, con una amplia mayoría de sexagenarios. A Clara le encantaba seguirles el juego, pedirles consejos, hablarles de nuestros proyectos(¿?), de la familia que empezaríamos a formar ni bien volviéramos a Buenos Aires.
Tanta seguridad en sus palabras comenzó a perturbarme. Empezaba a pensar que la línea que dividía el juego, de la verdad era cada vez más fina.


III


Hacía meses que ambos no teníamos una conversación con vista al futuro. En la urgencia de salvar la pareja, o lo que quedaba de ella, nos habíamos concentrado en el presente. En vivir cada día, en disfrutar y por sobre todas las cosas, en no pensar. La idea del viaje nos había dado eso. Era el aire que necesitábamos en ese momento, para no pensar, para actuar. Era el motor para salir del pozo en que nos habíamos estancado Clara y yo. Creo que de alguna manera acepté porque, además de quererla, pensar a corto-plazo nos daba espacio y ambos lo necesitábamos. Siempre pensé que era algo en lo que los dos estábamos de acuerdo.
Estaba de más entonces, consultarle o cuestionarle el por qué de la vehemencia en sus dichos para con los viejos del hotel. No era mi intención preocuparme ni preocuparla.
Tan de más estaba el cuestionamiento, que una tarde, recostada ella boca arriba sobre la toalla y yo sentado en una reposera decidí preguntarle.

No hay comentarios: