“¿Vos me estás hablando en serio a mí? ¿Qué querés que traiga de allá, un pedazo de la torre Eiffel, el campanario de Notre Dame, la torre de Pisa, la paella que me comí en Valencia?, esos son regalos que valen la pena, ¿entendés la diferencia? el resto es baratija para los turistas que se tiran de palomita en esas chucherias, a mí dejame, ese berretín que tiene la gente de acapararlo todo, de comprarlo todo y volver contando las monedas para tomarse el colectivo y volver a trabajar de 8 a 18 en una oficina del micro-centro, ah, eso sí, ellos seguro que te traían el llaverito de Paris o la postal de Roma”
No trajo regalos para nadie, ni siquiera un souvenir, se fue casi con lo puesto y no volvió con mucho más. Eso en el fondo lo amargaba, saber que se liquidó las últimas regalías de los derechos de autor y la paga completa por la dirección de varias de sus obras todavía en cartel, en un viaje inútil.
Está de vuelta después de un mes y medio. A sus íntimos les dirá que anduvo “de paseo por las Europas”, le gusta como suena en plural, le da como cierto aire de alcurnia. Les contará que fue a ver la temporada de Londres y que de paso, lo habitual: Italia, España y Francia, nada del otro mundo, exagerará cuando relate sus anécdotas, la gente que vio, los amigos que visitó, los personajes que lo reconocieron a él y no él a ellos. Ya se regocija al imaginarse la cara de sus amigos, mezcla de asombro y envidia. No ve las horas de convocarlos, inventa relatos elocuentes y maravillosas casualidades, piensa los remates y por momentos se siente pleno. Cree profundamente en cada una de sus palabras, tanto que a veces le cuesta darse cuenta cual es el hecho real y cual el pequeño agregado que él hace a fin de que el relato sea más verosímil.
Se la pasó encerrado buena parte de su estadía, la medicación para el cáncer no le alcanzó para el mes y medio y las últimas semanas las pasó en cama muerto de dolor y de miedo. Se alegra un poco de su suerte, de haberse sentido bien todo el tiempo tampoco la hubiera pasado mejor, habría sentido hambre y eso lo hubiera deprimido, no es muy alentador estar en Europa y no poder hacer y deshacer a su antojo.
De noche, a veces, tiene escalofríos. Le teme a la muerte, no a esa que viene con el fin de los días cuando ya no hay más nada, sino a la otra, esa que lo despierta cada mañana y le recuerda que por desgracia esta vivo, viejo, solo y sin un centavo.
Se lo mandó por correo su representante, una mañana en la que él estaba muy ocupado escuchando ópera. Lo recibió Yoly, la señora que trabaja en su casa desde hace más de veinte años. Ella es de su plena confianza: callada, eficiente, servicial y además, fundamental para él, Yoly sabe que hay momentos en los que el señor no puede ser interrumpido.
Él aceptó el libro por cortesía y porque es conciente de que necesita hacer el esfuerzo, por si mismo y por su bolsillo. Todo lo que llega a sus manos, desde hace años le parece una porquería, ilegible, obvio, sin vuelo y falto de toda metáfora y ésta no es la excepción. Tardó una semana en abrir el paquete, era un manojo de papeles sin siquiera abrochar, detesta la desprolijidad y el desparpajo con el que se manejan los autores jóvenes, le parece de una irreverencia imperdonable. Leyó el título: “Visitas después de hora”, se acordó de otro texto con el mismo nombre, le dio desconfianza. Llamó a su representante de inmediato, lo mejor era sacarse ese asunto de encima lo antes posible y evitar falsas expectativas, le dijo que no, que mejor no, que se disculpara por él. Su representante hizo silencio, tragó saliva y él adivinando las palabras que oiría detrás del tubo se adelantó: “estate tranquilo ya va aparecer lo que estoy buscando, además no me queda mucho, tiene que ser algo bueno de verdad, vos me entendes”. Del otro lado sólo se oyó silencio y lo que parecía el fin del diálogo se transformó en una última frase: “si estas buscando algo tan bueno, es mejor que sigas vos solo en eso, hasta acá llegue yo, pensé que entenderías razones, te estas cagando de hambre y tus argumentos son tan necios como cuando comías de forma opulenta. En fin, vos sabrás mejor que yo, por mi parte no voy a insistirte que estés bien y suerte con tu búsqueda. Cortó el teléfono sin responder, enojado acomodó como pudo su cuerpo, “el saco de huesos” como solía decir en broma y se recostó en el sofá. Las cosas solían verse de otra manera después de una siesta.
Antes de aceptar definitivamente y para darse ánimo, decidió leer de vuelta la primer hoja, esta vez en voz alta.
Refunfuñó un poco y luego carraspeó: "esto es una porquería, increíble que se digan escritores o lo que es peor dramaturgos, quien velará por el público dios mío." Se sentó y pensó que siendo honesto en esta lectura el texto le parecía un poco menos desastrosa, sólo un poco menos que la vez anterior cuando la leyó solo y cansado en su cuarto. La historia era floja, pero bien actuada a lo mejor sería convincente, “tantos bodrios empiezan mejor que esta obra y después se quedan ahí”. Si bien no podría cambiar el final al menos podría darle un giro imprevisto, torcer el texto, sacarlo del lugar común, porque como él solía decir: “no hay buenas historias, ni mejores actores, sólo hay buenos directores”. Así que después de meses de mal humor decidió recuperar además de la cordura, la sonrisa. Se puso su mejor bata, la bordó arrasada, desempolvó su escritorio de papeles inútiles, se abrió la última botella de champagne francés que escondía detrás del placard y que guardaba para momentos como éste, tomó el manojo de hojas sin abrochar, las abrazó como quien acuna a un niño en su regazo, les dedicó su mejor sonrisa, las besó suavemente, las acomodó con ternura y se puso a trabajar.
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