martes, 4 de septiembre de 2007

La espera


Son las 7 y media pasada, demasiado temprano para mí, que ayer me quedé hasta cualquier hora mirando una película, y ahora no logro despabilarme. Mi madre me recuerda que nunca me pide nada, que por una vez que me pide de acompañarla...
Me levanto de mala gana y le pongo las gotitas. Debe tener dilatada la pupila y cada 15 minutos se repite la ceremonia: ella dice que abre los ojos, en realidad apenas traza una línea divisoria con sus dedos entre ambos párpados. Acto seguido trato sin éxito de sumergir una gota dentro del ojo, no hay caso.

-¡Te dije que no puede tocar la pestaña porque es estéril, pero parece que lo hicieras a propósito!, no le digo nada, le acaricio despacio la cabeza y le digo que fue mi error, pero que esta vez va a ser diferente, me esfuerzo e introduzco una minúscula gota sin siquiera rozar los párpados. Se pone contenta, me dice que el pantalón que tengo puesto me queda muy lindo y que se nota que estoy más delgada. Le estoy a punto de decir que no puede verme porque tiene la pupila dilatada y a esta altura esta casi del tamaño del blanco del ojo, pero me callo, arruinaría el momento, acaba de tener un gesto generoso, para que estropearlo me digo. Caminamos hacia el colectivo. Ahora reclama que no hay monedas, que siempre lo mismo, que si ella no se ocupa, nadie hace nada. Consigo las benditas monedas, subimos al colectivo. Llegamos al consultorio, un cuadrado de un ambiente que simula ser una sala de espera. El lugar esta atestado de gente. Unos a otros se miran con desgano esperando que alguien deje disponible alguno de los siete asientos por ahora ocupados.
- Y... va a tener que esperar un ratito, dice la secretaria, toda esta gente está para el mismo estudio señora. Mi madre frunce el ceño.
- Escuche señorita, a mí me citaron a una hora y acá estoy, yo no llegué dos horas más tarde. ¿Cómo puede ser, acaso mi tiempo no vale?
Pasaron dos horas, ya me leí de atrás para adelante y de adelante para atrás la revista que llevaba y todas las que había en la mesita ratona del consultorio. Ahora me esfuerzo por encontrarle algún atractivo a las pinturas de la pared. Mi madre conversa con el resto de los que como ella no les quedó más remedio que esperar. Esta distendida. Parece otra. Es otra. No reconozco a esa mujer que no tiene el ceño fruncido, que habla pausado, midiendo cada una de las palabras, que es amable. Un señor se descompuso porque le bajo la presión y ella se ofrece a traerle un vaso de agua. No se preocupe le dice, acá mi hija tiene un caramelo dulce, tome, eso le va a hacer bien. Agarra la última revista que hojeé hace unos instantes y lo abanica. El hombre se siente mejor y le agradece. Finalmente dicen nuestro apellido, me alivio, ya falta poco. 10, 15, 20, media hora después se abre la puerta, me preparo para recuperar apenas destellos de la mujer que entró, dolorida me dice: no me encontraban la vena y no me podían sacar las fotos de los ojos, hurgo en su cartera y trato, lo mas rápido posible de encontrar su pañuelo, se larga a llorar. Me abraza me pide perdón por la demora, por todo, caminamos hasta la parada, ella aferrada a mi brazo, las dos sin decir nada.
El estudio se repite por la tarde, decido que la voy a volver acompañar, quizás otra vez en la sala de espera encuentre a esa mujer, la que es amable, la de la sonrisa amplia, la que cocina de mil maravillas con casi nada, la que me hacía los vestiditos más lindos del mundo, esa a la que algunos le dicen que me parezco y mucho.

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