miércoles, 11 de agosto de 2010

Quino.

Abro de nuevo el libro. Estoy en mi cama y es más de media noche. Vuelvo a hojearlo y no puedo contenerme. Entonces, me digo a solas y en penumbras: “¡Guau!, ¡Guau!, ¡Guau!” Es que sigo sigo sin poder creerlo.
Son casi las siete de la tarde y hace exactamente una hora que padezco, acá, en el hall de entrada del Malba, a mi padre. Converso de forma entusiasta simulando un interés genuino por el tema que está abordando: “terapias alternativas en Argentina”. Me relata de forma detallada una apreciación personal del uso de este tipo de terapias en tratamientos médicos complejos. Comienzo a dispersarme, lo dejo hablar y cada tanto esbozo un “ajhá”, “claro, claro”. Parece complacido y avanza con el relato. Escucho un murmullo y despego la vista de la conversación. Veo un tumulto de gente que se dirige al cine-auditorio del museo. Tomo un poco más de distancia visual y completo la escena. La gente va enloquecida desde la librería hasta el auditorio. Para cuando mi padre está por el remate de su exposición esto es un mar de gente. Lo detengo y me aparto con una seña de: “esperá, esperá”. Pregunto en mesa de entrada qué pasa por qué tanto alboroto. “Hoy es presentación del nuevo libro de Quino, empieza ahora y dicen que a lo mejor firma ejemplares.”
Arrastro a mi padre del brazo y le doy indicaciones precisas. “Andá al auditorio y tratá de conseguir lugar”. Vuelo a la librería. Quedan poquísimos ejemplares, hago cuentas mentales entre la cantidad de libros y las personas que hay delante de mí. Empiezo a sudar frío porque me sobra gente y me faltan libros. Respiro aliviada cuando veo que desde el depósito llega un chico con una inmensa pila de ejemplares. Compro el ejemplar y salgo disparada al auditorio.
En el escenario apenas una mesa en la que caben tres ubicaciones, una para el editor, Daniel Divinsky, otra para el presentador, Eduardo de La Puente y en el medio, él: Joaquin Salvador Lavado, Quino. Escucho atenta y muda toda la charla. Me contengo de preguntar, me contengo de ir al baño, me contengo de retrucarle a la chica esa que dice que ella es como Mafalda y que ahora le está preguntando por qué la nena irreverente dice en una de sus tiras: “paren el mundo que me quiero bajar”. Estoy a punto de dejar de contenerme. Pero Quino, ácido y sin anestesia le retruca por mí: “si conocieras tanto como decís a Mafalda sabrías que esa no es una frase de ella. Mafalda jamás podría decir eso, diría otras cosas pero nunca que se quiere bajar”, dice con una sonrisa. La sala queda muda unos instantes y después aplauden a rabiar. Hago un cálculo estimativo de la cantidad de personas, no son tantas. Me muevo sigilosa e intuitivamente hacia el corredor de la derecha que tiene acceso al escenario, porque es el que está más despejado. Escucho, por fin, la frase de la gloria: “Bueno ahora el maestro va a firmar ejemplares de su libro así que aquellos que todavía no lo tienen pueden ir a comprarlo en la librería de acá al lado.” Veo como una buena cantidad de gente se moviliza hacia la librería. “Eso me deja unos cuantos puestos de ventaja”, pienso.
Ahora estoy en una fila de casi una cuadra con tiempo suficiente para pensar qué dibujo quiero en mi ejemplar. Se mezclan en mi cabeza las imágenes del supermercado al que iba cuando era chica. Ahí, más precisamente en la góndola de libros conocí a Mafalda. Me leía un librito cada vez que iba. Destiné cada ahorro, cada vuelto y cada moneda a la compra de la colección de las diez tiras. Me llevó casi un año. Pero los deseaba más que a: “mi pequeño pony”, la “Barbie cristal” o la valijita de, “Juliana doctora”, por eso el esfuerzo de ajustarme en golosinas valió la pena.
Despejo las imágenes en mi cabeza y alzo la vista. Tengo sólo dos personas delante. Se me bloquean las ideas y las palabras. No sé qué hacer ni qué decir. Llega mi turno.
- Hola.
- Hola.
- ¿Cómo te llamás?
- Marina,
- Bueno Marina, ¿qué querés que te dibuje?
- A Miguelito quiero. Vio el chiste ese que Miguelito pone el dedo y dice que su dedo es más importante que el edificio, bueno ése dibujo quiero.
- Bueno, pero te hago sólo la mano, no todo el dibujo que si no es mucho y hay bastante gente.
- Bueno, bueno.
- Listo.
- Una pregunta: ¿lo puedo saludar?
- Creo que sí, me dice con una sonrisa.
Lo abrazo, me incorporo con una sonrisa y le agradezco.
Abro de nuevo el libro. Estoy en mi cama y es más de media noche. Vuelvo a hojearlo y no puedo contenerme. Entonces, me digo a solas y en penumbras: “¡Guau!, ¡Guau!, ¡Guau!” Es que sigo sin poder creerlo.
Estoy segura de que no voy a poder pegar un ojo en toda la noche. Que voy a ver avanzar las agujas del reloj una y otra vez. Y que voy a probar, sin éxito, hasta con contar ovejitas para poder dormirme.
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