Pongo cara de nada cuando me miras y cuando te das vuelta observo cada movimiento y pienso que nadie puede utilizar mejor el espacio, que parece como que te deslizaras en una danza que conoces de memoria a pesar de que ésta no es tu casa. Y la cocina se vuelve cálida y hay olores por todas partes y te digo que tengo hambre y cada tanto me das un beso y me decís que ya va a estar y miento porque me podría pasar todo el tiempo mirando sin probar, porque estoy llena. Me cuelgo y cuando vuelvo en mí te veo con ellos, engañándome y me dan unos celos insoportables de los tomates porque los acaricias antes de rebanarlos y los muy sádicos se dejan: dóciles y rojos ante tu despiadado filo que los atraviesa en un solo corte y parece que les gustara porque no se sublevan, no se desparraman, se quedan, como yo, desarmados y felices, aunque vayan a parar a la olla y todavía no sepan si los vas a reogar, hervir o simple y sin vueltas, hacerlos puré.
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