Los borcegos, -calzado, mezcla de zapato enorme, con bota, que remite a la vestimenta militar-, se empezaron a usar cuando yo tenía once años y eran para mí, en ese momento la cosa más horrible que había visto. Venían en color crema y en negro. De caña alta o mediana, me recordaban a los aparotosos y enormes zapatos ortopédicos que había tenido que usar durante toda la infancia. Hubiera preferido vivir en ojotas a comprarme un par. En su momento, creo, mi madre accedió a mi pedido de unas guillerminas celestes que combiné con todo lo que me puse: vestidos, polleras, pantalones y joggin. Me pasé inviernos enteros odiando a los borcegos y repudiando a toda persona que los usara.
Casi veinte años después una mañana de sábado, cuando volvía de una clase de spining, y quizás porque todavía estaba atontada por el efecto de la mezcla de endorfinas y los ecos de la música, sonando en mi cabeza, me topé con la vidriera y fue un flechazo. Me detuve al instante. Detrás del vidrio, algo empañado por el frío y la humedad, ellos me reclamaban.
Cuando entré al local, una habitación de un ph antiguo con ventana a la calle, repleto de zapatos y botas, me dije, sólo para convencerme, - voy a mirar.
Pero el hechizo ya había surtido efecto y no pude contenerme. Me los probé y calzaron como si llevaran años en mis pies. Me los traje puestos y coloqué mis zapatillas en la caja, como para no volver con las manos vacías.
Y así andábamos, inseparables. Mis borcegos color suela y mis polleras. Mis borcegos color suela y mis pantalones. Mis borcegos color suela y mis vestidos. Y la lista sigue, porque incluso he sacado a mi perro, con el piyama puesto, una campera y los borcegos.
Pero como ocurre incluso, con las historias felices, nada resulta eterno. Esta mañana, a uno de ellos se le despegó la base de la suela. Nada grave, pero cuando examiné en detalle me di cuenta que el otro también iba por el mismo camino. Resignada a mi suerte fui a mi zapatero de confianza, y como quien le encarga un ser querido al médico, se los dejé. Me dijo que está con mucho trabajo, que va tratar de hacer una excepción, pero que como mínimo tengo que esperar hasta mediados de la semana que viene.
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Casi veinte años después una mañana de sábado, cuando volvía de una clase de spining, y quizás porque todavía estaba atontada por el efecto de la mezcla de endorfinas y los ecos de la música, sonando en mi cabeza, me topé con la vidriera y fue un flechazo. Me detuve al instante. Detrás del vidrio, algo empañado por el frío y la humedad, ellos me reclamaban.
Cuando entré al local, una habitación de un ph antiguo con ventana a la calle, repleto de zapatos y botas, me dije, sólo para convencerme, - voy a mirar.
Pero el hechizo ya había surtido efecto y no pude contenerme. Me los probé y calzaron como si llevaran años en mis pies. Me los traje puestos y coloqué mis zapatillas en la caja, como para no volver con las manos vacías.
Y así andábamos, inseparables. Mis borcegos color suela y mis polleras. Mis borcegos color suela y mis pantalones. Mis borcegos color suela y mis vestidos. Y la lista sigue, porque incluso he sacado a mi perro, con el piyama puesto, una campera y los borcegos.
Pero como ocurre incluso, con las historias felices, nada resulta eterno. Esta mañana, a uno de ellos se le despegó la base de la suela. Nada grave, pero cuando examiné en detalle me di cuenta que el otro también iba por el mismo camino. Resignada a mi suerte fui a mi zapatero de confianza, y como quien le encarga un ser querido al médico, se los dejé. Me dijo que está con mucho trabajo, que va tratar de hacer una excepción, pero que como mínimo tengo que esperar hasta mediados de la semana que viene.
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