De todos los recuerdos posibles en su memoria, cuando le preguntan cuándo empezó su pasión por la pintura, elige dos que lo remontan a su infancia. Las horas que se pasó mirando con fascinación aquel manual de primero inferior que tenía en su cubierta la imagen repetida a cuadros hasta llegar a la original, el dibujo de un niño leyendo en un cuaderno. Se fascinaba pensando en ésa y en distintas imágenes propagándose al infinito. El segundo recuerdo es de buscar forma y color en las manchas que se hacían y deshacían en el mármol de la cocina, el baño y el piso del comedor de su casa. Manchas que lo envolvían y lo llevaban a colores y formas nuevas, desconocidas.
Después vendrán los datos obligados, que perteneció culturalmente a la
generación del 60, aquella que lo convulsionó todo. Que se exilió en Estados
Unidos, un poco antes de que empezara la última dictadura militar, que pintó el
horror en tiempos dónde no se hablaba de desaparecidos. Que volvió con la
democracia y que no pintó durante casi una década y que su obra, -además de ser
considerada, por ser él uno de los pintores argentinos más importantes del
siglo XX-, está vigente porque sigue pintando con la misma dedicación y empeño. Tanto es así, que el verano pasado, en la fundación
Fortabat se presentó una retrospectiva de sus trabajos entre 2000 y 2014. Veintisiete obras suyas poblaron los tres
pisos del edificio.
Luis Felipe Noé, Yuyo, como le gusta que lo llamen, tiene 83 años, la
mirada un tanto esquiva, huraña. Dice que está un poco harto de hablar de él, pero
después dice que está bien, que va a hacer un repaso por su vida y su obra,
pero antes quiere saber quiénes son esa veintena de personas que vinieron a
verlo este medio día, en la sala Miguel Cané del Ministerio de Cultura de la Nación.
Así que se levanta de la silla, camina ladeándose, ayudándose con el bastón,
pasa por al lado de cada uno de los presentes, les da la mano y les dice: mucho
gusto, Yuyo Noé.
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