Le molestan mis tacos, el ruido que
hago al caminar. Cuando los llevo y paso cerca de ella se siente el repiqueteo
de mis pasos como el galope de un caballo. La asusta. Me lo dice, una, dos,
tres veces, después dejo de contarlas. Es una lástima que siendo tan alta, tan
grandota no sepa lucir vestidos y polleras porque no sé caminar con tacos. Si
caminara derecha sería elegante, tendría presencia. “Es una pena” me dice
acongojada como si no tuviera arreglo. Pero aporta una solución, siempre la
misma, durante meses: telas. “Por qué no hacés telas, mi sobrina que as así
como vos y también se llama Marina hace telas y no sabés como le cambió el
cuerpo a esa chica, es otra.”
Querer ser otra es un emprendimiento
imposible que ocurre una tarde, despúes del trabajo, en una escuela de
acrobacia en el Barrio de Villa Crespo.
A mi alrededor hay un ejército de gimnastas
en potencia. No es por la ropa, llevan calzas descoloridas, bodys, babuchas,
remeras y musculosas que están al borde del descarte. No es por el cuerpo, hay
hombres y mujeres de contextura grande, materia generosa. No es por la edad,
abunda la gente joven, pero no son sólo
adolescentes de cuerpos espigados y etéreos.
Es otra cosa. Es la precisión de los movimientos que marcan esos cuerpos
cuando les dan las instrucciones para precalentar. Es la postura del empeine en
flex, la elongación de la pierna, pegada al suelo en 180 grados perfectos. La
cadera al frente, formando con el torso y la espalda una estructura vigorosa y
a la vez grácil. Todos esos cuerpos son, cada una de las partes que están
estirando y a la vez, una totalidad imperturbable, sólida. Estoy aterrada.
Siento escalofríos de solo pensar en cómo va a transcurrir la próxima hora y
media. En qué estaba pensando cuando me anoté. En que alguien me iba a levantar
a upa. Que me iban a dar un banquito para subirme a la tela y desde ahí
treparme. Que me darían una estructura donde apoyarme. No, nada de eso va a
suceder. Las las telas no vienen con accesorios ni suplementos. Son dos cintas elásticas
de color, de medio metro de ancho y de un largo imposible de trepar, cuatro
metros de alto.
Si quisiera irme ahora tendría que fingir
algo: una baja de presión, un mareo inoportuno, un compromiso impostergable que
olvidé. No me atrevo a irme, pero tampoco sé como quedarme. Como estar ahí sin
que nadie perciba mi ausencia de movimiento. Hago lo que puedo. Y lo que puedo
es casi nulo. Pero vuelvo hasta completar el primer mes. Ya llevo cuatro, y sigo yendo.