domingo, 12 de noviembre de 2017


   Le molestan mis tacos, el ruido que hago al caminar. Cuando los llevo y paso cerca de ella se siente el repiqueteo de mis pasos como el galope de un caballo. La asusta. Me lo dice, una, dos, tres veces, después dejo de contarlas. Es una lástima que siendo tan alta, tan grandota no sepa lucir vestidos y polleras porque no sé caminar con tacos. Si caminara derecha sería elegante, tendría presencia. “Es una pena” me dice acongojada como si no tuviera arreglo. Pero aporta una solución, siempre la misma, durante meses: telas. “Por qué no hacés telas, mi sobrina que as así como vos y también se llama Marina hace telas y no sabés como le cambió el cuerpo a esa chica, es otra.”

   Querer ser otra es un emprendimiento imposible que ocurre una tarde, despúes del trabajo, en una escuela de acrobacia en el Barrio de Villa Crespo.
   A mi alrededor hay un ejército de gimnastas en potencia. No es por la ropa, llevan calzas descoloridas, bodys, babuchas, remeras y musculosas que están al borde del descarte. No es por el cuerpo, hay hombres y mujeres de contextura grande, materia generosa. No es por la edad, abunda la  gente joven, pero no son sólo adolescentes de cuerpos espigados y etéreos.  Es otra cosa. Es la precisión de los movimientos que marcan esos cuerpos cuando les dan las instrucciones para precalentar. Es la postura del empeine en flex, la elongación de la pierna, pegada al suelo en 180 grados perfectos. La cadera al frente, formando con el torso y la espalda una estructura vigorosa y a la vez grácil. Todos esos cuerpos son, cada una de las partes que están estirando y a la vez, una totalidad imperturbable, sólida. Estoy aterrada. Siento escalofríos de solo pensar en cómo va a transcurrir la próxima hora y media. En qué estaba pensando cuando me anoté. En que alguien me iba a levantar a upa. Que me iban a dar un banquito para subirme a la tela y desde ahí treparme. Que me darían una estructura donde apoyarme. No, nada de eso va a suceder. Las las telas no vienen con accesorios ni suplementos. Son dos cintas elásticas de color, de medio metro de ancho y de un largo imposible de trepar, cuatro metros de alto.


   Si quisiera irme ahora tendría que fingir algo: una baja de presión, un mareo inoportuno, un compromiso impostergable que olvidé. No me atrevo a irme, pero tampoco sé como quedarme. Como estar ahí sin que nadie perciba mi ausencia de movimiento. Hago lo que puedo. Y lo que puedo es casi nulo. Pero vuelvo hasta completar el primer mes. Ya llevo cuatro, y sigo yendo.

viernes, 9 de octubre de 2015

Tiempo.




    Antes de pincharme el extraccionista preguntará:-¿Tomás alguna medicación?-Sí, metformina, dos miligramos diarios, contestaré.-Ah, sos diabética, dirá.-No, estoy con una insulino resistencia por eso mi endocrina me pide controles periódicos.
    Después de sacarme sangre me dará un alfajor y un jugo de naranja, diré que no, que no puedo en ayunas tanta azúcar, entonces lo cambiará por una ficha para un café con leche. Y así, hasta la próxima vez que vaya, dentro de tres o cuatro meses.
    La insulino resistencia es un estadio previo a la diabetes, en el que la insulina que produce el páncreas es mayor a la que necesita el cuerpo para vivir. Si esto se mantiene en el tiempo, sin poder regularlo, la persona que diabética de por vida.
    En mi caso, me la descubrieron en un análisis de rutina pre- ocupacional. No es la primera vez que me pasa; hace trece años atrás cuando también completaba exámenes médicos, esa vez para operarme la rodilla porque me había roto los meniscos, dio alta la glucemia. No llegó en su momento, ni ahora, a ser una diabetes declarada, pero sí es un estado alterado de los valores normales. Una alarma que me dice con cada análisis: cuidado, cuidado.
    Tomo desde hace casi dos años, todas las noches, dos miligramos de una medicación para bajar la glucemia en la sangre. Una cantidad considerable para alguien de mi edad que aún no es diabético. Y desde hace nueve meses sigo una dieta con nutricionista y hago actividad física tres veces por semana. Bajé de peso y reemplacé grasa por masa muscular. Mi endocrina no puede estar más satisfecha. Los resultados de los análisis van mejor, la glucemia en ayunas bajó, pero no llega todavía a valores normales.
    Recibo por mail los resultados de los análisis. Si estoy en la calle y me llega el aviso de correo al celular, espero a llegar a la oficina. Quiero estar sentada, tranquila en mi escritorio. Mientras se abre el mail y busco entre las hojas el resultado de la glucemia, hay unos segundos en los que no sé con qué valor me encontraré y mi cabeza se dispara: ¿Y si esta vez está más elevada que antes? ¿Y si la medicación, la actividad física y la dieta no alcanzaron? Y si esto en realidad no fuera más que una ironía de la genética?, que me está diciendo: - No hay nada que puedas hacer contra mí. Estoy en tu sangre. He estado ahí desde antes que vos existieras. En la sangre de tu abuelas, en la sangre de tus tías, en la sangre de tu madre y ahora en la sangre de tus primas. No hay nada que puedas hacer. Es solo cuestión de tiempo.


martes, 22 de septiembre de 2015

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En un aula recóndita de un colegio de monjas, una vez a la semana, en la novena hora, los alumnos de quinto año, podíamos asistir a una charlas de orientación vocacional. Fueron alrededor de seis encuentros, y en general me resultaban bastante inútiles. Supongo que iba, porque decidir que quería hacer después del secundario, era decidir también cómo seria mi tan ansiada vida adulta.

Fue en una de las últimas charlas, y ya perfilando el cierre de los encuentros, que además de revisar de cabo a rabo la guía del estudiante, nos pidió que dibujáramos cómo nos imaginábamos en diez años. Tal como lo venía conversando en mi casa, sería médica y periodista. Ese fue el argumento de mi madre cuando le dije que quería estudiar periodismo. “Hacé una carrera de base y después hacés lo que te gusta como hobby”.
El resultado de la consigna, finalmente, fue una hoja vertical dividida en dos. En el plano superior un dibujo de una chica parada con delantal blanco y estetoscopio, el rostro serio, los trazos rígidos. Mientras que en el plano inferior, la misma chica estaba sentada frente a una mesa repleta de libros y hojas, sonriente, los trazos blandos. Cuando la psicóloga vio el dibujo me pidió que le explicara qué significaba. Le dije que el dibujo de arriba era una médica en el hospital y el dibujo de abajo era mi tiempo de hobby. Se quedó mirando el papel, me dijo algunas cosas acerca de los trazos, la pose y los gestos, y al final soltó una frase que me dejó perturbada: ¿Y no pensaste en hacer de tu vida un hobby?

Con esa pregunta había tirado de una soga invisible y desconocida, de la que yo también tiré durante los meses que siguieron. Cómo sería mi vida de hobby. Me recostaba en mi cama, en la plaza o en las colchonetas del gimnasio en las horas libres y la sensación era tan nítida que era entrecerrar los ojos y directamente, verme de adulta.

Me veía más alta y delgada, elegante. Acaparando la mirada de hombres a mi paso. Me veía leyendo en los aviones porque los viajes serían larguísimos. Me veía escribiendo ficción, una novela quizás. Me veía viviendo en otro país, durante algún tiempo, conociendo gente. Y todo en un andar frenético, repleto de aventuras y anécdotas.

Aquí y ahora, a mis 33 años, diré que sólo viajé en avión una vez, que leo en los trasportes públicos, y que si tirara de esa soga invisible pero ya no desconocida, habría unas cuantas imágenes cumplidas.

martes, 16 de junio de 2015

Medio día.




   De todos los recuerdos posibles en su memoria, cuando le preguntan cuándo empezó su pasión por la pintura, elige dos que lo remontan a su infancia. Las horas que se pasó mirando con fascinación aquel manual de primero inferior que tenía en su cubierta la imagen repetida a cuadros hasta llegar a la original, el dibujo de un niño leyendo en un cuaderno. Se fascinaba pensando en ésa y en distintas imágenes propagándose al infinito. El segundo recuerdo es de buscar forma y color en las manchas que se hacían y deshacían en el mármol de la cocina, el baño y el piso del comedor de su casa. Manchas que lo envolvían y lo llevaban a colores y formas nuevas, desconocidas.

   Después vendrán los datos obligados, que perteneció culturalmente a la generación del 60, aquella que lo convulsionó todo. Que se exilió en Estados Unidos, un poco antes de que empezara la última dictadura militar, que pintó el horror en tiempos dónde no se hablaba de desaparecidos. Que volvió con la democracia y que no pintó durante casi una década y que su obra, -además de ser considerada, por ser él uno de los pintores argentinos más importantes del siglo XX-, está vigente porque sigue pintando con la misma dedicación y empeño.  Tanto es así, que el verano pasado, en la fundación Fortabat se presentó una retrospectiva de sus trabajos entre 2000 y 2014.  Veintisiete obras suyas poblaron los tres pisos del edificio.

   Luis Felipe Noé, Yuyo, como le gusta que lo llamen, tiene 83 años, la mirada un tanto esquiva, huraña. Dice que está un poco harto de hablar de él, pero después dice que está bien, que va a hacer un repaso por su vida y su obra, pero antes quiere saber quiénes son esa veintena de personas que vinieron a verlo este medio día, en la sala Miguel Cané del Ministerio de Cultura de la Nación. Así que se levanta de la silla, camina ladeándose, ayudándose con el bastón, pasa por al lado de cada uno de los presentes, les da la mano y les dice: mucho gusto, Yuyo Noé.

domingo, 31 de mayo de 2015

Listas de domingo.

   Soy una persona ansiosa, muy. Y es sabido que el tiempo,- para gente como una- por la cantidad de cosas que pretendemos hacer con él, jamás alcanza. Por eso los domingos hago listas de todo lo que quisiera hacer o terminar. Como si el domingo fuera la antesala de una semana menos tumultuosa si sabemos aprovecharlo.
   Ahora, por ejemplo, tengo dos tiras de papel angosto al borde del escitorio. En la primera anoté: anteproyecto tesina, texto taller, devolución Dolo, edición make up, sumario. Y como si esto fuera poco, una segunda tira que dice: servilletas, papel higiénico, leches, fernet, gaseosas, bananas, queso crema light, enjuague de ropa, tapas de tarta, fósforos, huevos.
    Son las cuatro de la tarde y no taché aún ningún item de las listas. La derrota empieza a colarse por la ventana. Ya siento como el sol no es tan nítido y empieza a caer, sin pausa hasta llegar al ras de mi balcón. Hay una tarde en baja y una semana que se avecina, intensa y feroz. O puede que no, puede que mire al balcón y me dé cuenta que en realidad, si abro de par en par las cortinas, la tarde está ahí, impoluta y azul. Y que el tiempo transcurre a la velocidad de lo que hagamos.
Elijo la lista del súper y me sumerjo en la tarde. 

domingo, 3 de mayo de 2015

Alejandro.



   Es la primera vez que no me tomo vacaciones en enero. Siempre me voy a algún lado, unos días, un fin de semana, algo. Pero este año no.  Así que seguí con la rutina como si enero no fuera enero. Fui a trabajar y me organicé salidas al cine, meriendas y cenas con amigos. Mi propio plan de vacaciones en la ciudad.



   En esos días  también aproveché para ver a Alejandro, el hijo de mis ex jefes. Lo conozco desde que tiene cuatro años. Ahora es un pre-adolescente que tiene casi mi estatura.

   Mi hermana lo pasó buscar por su casa y los alcancé en Corrientes y Alem, cerca del Luna Park. Íbamos al “Museo del humor” que está ahí nomás en Puerto Madero. Caminamos cuadras larguísimas. El Museo está sobre la avenida de los Italianos, bien al fondo. Para cuando llegamos estaba casi por cerrar. No tenía ningún sentido entrar, así que emprendimos la retirada.

   Buscábamos una heladería por Puerto Madero y en el camino dimos con un edificio tremendo, el museo, “Colección de Arte, Amalia Lacroze de Fortabat”. Ale quiso entrar, quizás porque pensó que habría algún quiosco. Lo cierto es que apenas pusimos un pie, el aire acondicionado nos convenció de quedarnos.

   El edificio es imponente. Son cinco pisos de arte, argentino e internacional presentado con criterio  antojadizo. La colección bien podría llamarse, “todo lo que la familia Lacroze acumuló y ahora exhibe”. Hay retratos de la familia hechos por Berni y Andy Warhol. Al lado de instalaciones y collages de la nieta de Amalia Lacroze y otros jóvenes artistas plásticos. Ale no parecía muy entusiasmado,  pero cada tanto, cuando dábamos con algún collage o cuadro multicolor abstracto, decía, “este me gusta”.

   Cuando llegamos a la difunta correa de Berni, se quedó un rato mirándola, impresionado. Le conté la historia de la mujer y su hijito. Estaba sorprendido por el bebé que llevaba en sus brazos. Me preguntó si era de verdad. Supongo que pensó que estaba embalsamado o algo por el estilo. Le dije que era un muñeco, que Berni trabajaba con residuos y materiales de distintas texturas que se podían encontrar en la calle o en la basura. Le hablé de “Juanito Laguna”, me dijo que lo conocía, que en el cole habían hecho una muestra en el taller de arte y le habían contado quien era. Después le mostré obras de Soldi, Pettoruti y Xul Solar. Ninguna pareció interesarle demasiado. Antes de irnos compramos unas postales para que pegara en su cuarto.



   Fuimos por Córdoba hasta llegar a, “Galerías Pacífico”. Tomamos un helado y miramos  objetos de decoración en Morph. Varias veces intentó sutilmente convencerme de comprarle alguna cosa al grito de, “mirá esto, qué bueno”. No compramos nada. Caminamos hasta la parada del colectivo. Me preguntó que íbamos a cenar, “patitas de pollo con puré”, le dije.



   Cuando llegamos a casa, reconoció algunos de sus dibujos en la heladera, un regalo de cumpleaños que me había hecho y una foto de él, de más chico,  bastante escondida en la biblioteca.


   Cenamos. Armó su bolsa de dormir en el piso y me pidió que no apagara la luz, que la dejara prendida un rato. Conversamos en voz baja, él en el piso, yo en la cama. Le pregunté por sus amigos, la escuela y las vacaciones. En algún momento de la charla, dejó de contestarme. 
   Apagué la luz y me tapé con la sábana hasta el otro día.

miércoles, 16 de julio de 2014


   “Seguir viviendosin tu amor”, es la canción que más veces escuché en mi vida. La grabé de la radio en un cassette durante mi adolescencia. Fue parte de un compilado de rock nacional en un cd años más tarde. Y ahora forma parte de una carpeta del mp4 que se llama, “verano 2013” y que incluye temas que sonaron ése y otros veranos. No siempre fue la misma versión.  La original primero, de Luis Alberto Spinetta, hasta que me estremeció la voz de Pedro Aznar en un acústico en vivo, y desde hace unos meses escucho la impronta más power que le dio, “Catupecu Machu”. Pero el efecto sigue siendo el mismo. Cada vez que suena, canto alguna estrofa, un verso o el estribillo. No me puedo contener. En un subte lleno de gente, en el laburo, sola en mi casa. No siempre es la misma frase. Desde hace unos días, por ejemplo, vengo cantando a viva voz rumbo al trabajo: “y hoy que enloquecido vuelvo buscando tu querer/ no queda más que viento/ no queda más que viento”. Y aunque no estoy particularmente contenta ni especialmente triste, cada vez que oigo esos versos, detenidamente, me es inevitable pensar que la ausencia del otro debe ser eso, viento. Viento que sopla sólo para recordarnos que alguna vez lo tuvimos todo.